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lunes, 16 de mayo de 2011

Vamos a la Biblioteca

Posted by Diógenes Armando Pino Ávila 18:18, under | No comments

sábado, 14 de mayo de 2011

Con El Caracolí en Tamalameque

Posted by Diógenes Armando Pino Ávila 10:56, under , | No comments

Salgo del terminal de Valledupar a las tres de la tarde, en una buseta climatizada con varias sillas vacías. Voy solo en mi puesto, esto me da la facilidad de acomodarme a mis anchas, descorro la cortina que cubre la ventanilla. Me encanta ver cómo pasa el paisaje precipitadamente ante mi vista. Observo los árboles que pasan, los potreros y los cerros que desfilan. El verde del paisaje surte en mí un estado de paz, calma mis angustias y acalla mis demonios. Seis y media de la tarde cruzamos la población de Pailitas, empiezo a acomodar mi morral. Con la pretensión de mejorar mi aspecto, paso un cepillo por mis cabellos y acomodo mi hirsuta barba. El bus para en El Burro, pequeño poblado de donde parte el ramal nacional que comunica la vía Al Mar con la depresión momposina.

El Burro se llama así porque en tiempos de la guerra de “Los Mil días” (1899-1902), Las Ávila tenían fincas ubicadas en lo que hoy es el corregimiento de Palestina. Ellas, tenían entre sus semovientes un burro yegüero que cuando percibía en el aire el olor de yegua en celo, no había corral ni cerca de púas que le detuviera. Los rebuznos y retozos del burro, atraían a las cuadrillas en conflicto. Estos se acercaban a las viviendas exigiendo ganado para la alimentación de sus tropas. Por esta razón Las Ávila decidieron, hacer un corral lejos de las viviendas de la finca, para encerrar al burro, para que no oliera yeguas en celo y sus rebuznos no alertaran a los combatientes. El corral desde entonces se llamó “El corral del burro”.

Con la construcción de la carretera central y el asentamiento de poblaciones de desplazados de los santanderes que huían de la violencia política de los años 40s y 50s en el sitio aledaño al “Corral del burro”, donde nacía el ramal carreteable que conduce a Tamalameque, se formó un pequeño poblado que la gente por asociación llamó “El corral del burro”, pero que andando el tiempo su nombre se fue simplificando hasta quedar como ahora lo conocemos “El Burro”.
Me subo a una camioneta doble cabina que va con destino a El Banco. El conductor dice: «Mi carro no tiene aire acondicionado, las ventanas deben ir abiertas». Los pasajeros que van con migo, por su modo de hablar intuyo que vienen de Venezuela. Hablan en voz alta y nada de lo que ven les gusta. Critican al carro donde nos acabamos de embarcar. Hacen comparaciones odiosas entre lo de aquí y lo de allá. Muestran el desarraigo producido por varios años de estancia en la Patria de Bolívar. Me irritan sus cometarios pero tomo la decisión de no intervenir: «Sólo los escucharé» me digo. Critican la vía llena de baches y alaban las autopistas venezolanas.

Iglesia de Tamalameque
La camioneta da un tremendo tumbo que sobresalta a los “venecos” uno de ellos exclama en su hablar característico del país bolivariano «Coño! ¿Qué verga es esta?» El conductor se ríe y les dice burlonamente «El pavimento» En efecto entramos al primer trecho de carretera pavimentada. “Los venecos” se asombran y comentan que por fin llegó la civilización a estos pueblos. El conductor interviene diciendo: «Apenas se comenzó» Avanzamos raudo por el nuevo pavimento alrededor de dos kilómetros y medio. La camioneta da un gran salto seguido de varios bandazos, el conductor ríe y dice: «Se acabó el pavimento» Lo miro por el espejo, le veo la cara de felicidad que lleva, miro por el panorámico al frente y entonces suelto la carcajada, el me mira y se ríe también. En dirección a nosotros viene a toda velocidad un camión. El conductor se ríe de nuevo, le acompaño en su risa. El camión cruza al lado nuestro y nos deja sumido en una gran nube de polvo. Uno de los “venecos” tose, se cubre la nariz con el cuello de la camisa, el otro saca un pañuelo y se cubre la cara. Cuando se aclara la nube de polvo el “veneco que va a mi lado exclama con ira: «¡Este gobierno coño de madre no sirve para un cebillo!» Me mira con odio, por fin comprende de qué nos reíamos.

Para no violentar a “Los venecos” miro por la ventana, el paisaje que veo es de dilatadas sabanas, cubiertas de “tacanes” (nidos de comejenes) que semejan figuras moldeadas en arcilla, fabricadas por alguna cultura extraterrestre. A la distancia diviso una especie de verde bosque tropical y por encima de las copas de los árboles asoma la silueta desafiante de dos torres de telecomunicación y más al fondo los dos tanques elevados del acueducto, siento alivio y mentalmente me digo: «Tamalameque, gracias a Dios» Las primeras casas bordean la carretera, al final se abre una especie de avenida que conduce al centro del pueblo. La camioneta entra por la avenida, el “veneco que va a mi derecha le pregunta al conductor: «¿Que coño es eso?» señala una edificación en cuyo patio se yergue un pequeño complejo de tanques y de tubos que reflejan los últimos rayos del sol. El conductor adoptando una pose circunspecta le contesta: «La fabrica» Me muerdo los labios para no soltar la carcajada.

«¿Fabrica de qué? » inquiere el otro “veneco”. El conductor muy serio les dice: «De microchips de computadoras» y comienza una explicación fantasiosa, dice que los gringos descubrieron que la tierra con que los comejenes hacen sus nidos contiene un material único que sirve para hacer esas diminutas partes de la computadora. Para no reírme de nuevo, pedí que parara el vehículo, pagué y continué a pié riéndome a carcajadas de las ocurrencias del conductor y la descrestada que le había pegado a “Los venecos”. Esa noche dormí como un bendito.
A las nueve de la mañana salí de casa y me dirigí a la biblioteca que queda en el marco de la plaza principal en un anexo de la derruida Casa de la Cultura, en el camino saludé a todos los amigos y familiares que encontraba a mi paso (soy tamalamequero), con algunos me detenía para continuar conversaciones interrumpidas desde mi visita anterior.

Olvidaba contarles que Tamalameque tiene 468 años de fundado y que en épocas de La Colonia sufrió tres grandes incendios, por lo que a pesar de su edad, no posee una arquitectura colonial, sus calles son rectas, con una trama urbana bien definida que en los últimos veinte años ha sufrido un crecimiento tentacular, ya que sus pobladores construyen sus casas buscando la carretera.

En la esquina de la plaza está ubicado El Palacio Municipal, un edificio republicano pintado de blanco y ocre donde se ubican las oficinas de la Alcaldía. En esa misma acera se encuentra la iglesia San Miguel, un templo doctrinero que data de finales del siglo XVI o comienzos de XVII, es una edificación de calicanto, de gruesas paredes que proyectan hacia la calle lateral los estribos que la sustentan. Su interior consta de tres naves demarcadas por gruesas columnas de madera que sustentan un techo de eternit, ya que hace aproximadamente treinta años un cura le quitó el techo original. Al fondo queda el altar mayor y dos altares laterales. El altar mayor esta sostenido por columnas de madera labrada que sostienen una cúpula central y sirven de marco al retablo donde posan la imagen del Santo Cristo en el centro y La virgen María y el Arcángel Miguel a lado y lado.

Diagonal a la iglesia está la Casa de la Cultura, un edificio de dos plantas que imita las construcciones coloniales, pero que fue construido hace aproximadamente 80 o 90 años. Por la voracidad de un alcalde, está ahora abandonado y a punto de colapsar. Frente a la iglesia está la Tarima Pacha Gamboa escoltada por dos currulaos gigantes que adornan sus esquinas delanteras. A su lado el monumento a las tamboras símbolo de nuestra identidad cultural y folclórica. Entre la iglesia y la Casa de la Cultura, haciendo esquina se encuentra la biblioteca un salón de regular tamaño, en su parte frontal muestra un letrero en icopor pintado de rojo que dice: «Biblioteca Ernesto Gutiérrez Barbosa»

Entro a la biblioteca y en ella se encuentra Ciro Mier, un Licenciado en Básica Pimaria con especialización en Pedagogía para la enseñanza de lengua castellana. Ciro lee a un grupo de cuarenta niños un cuento de Jairo Aníbal Niño. No interrumpo, paso por un costado al sitio donde están los libros. Saludo a Mairam la bibliotecaria, le indago sobre las estadísticas de visitas y préstamos de libros y el desarrollo del taller Caracolí, me da respuestas satisfactorias. Ciro termina el cuento, reparte unas fotocopias a los niños, les da unas indicaciones y los deja trabajando. Ciro me saluda y conversamos los tres por espacio de 10 minutos. Mairam se retira de nosotros y comienza a disponer en una bandeja unos vasos con refrigerio. Ciro se dirige a los niños, recoge las fotocopias y les autoriza un receso

Los jóvenes se desordenan, Mairam les habla con energía les hace formar una fila y cuando están bien ordenados comienza a entregarles el refrescos y unas galletas. Entre tanto hablo con Ciro sobre generalidades del taller, el me habla de la capacidad creadora de los talleristas y del entusiasmo que tienen los niños por la lectura. Veinte minutos después reinicia labores con un juego de palabras llamado “Binomio fantástico”. Los niños comienzan su trabajo con mucho entusiasmo, ríen y comentan entre ellos sus propias ocurrencias, les observo con disimulo y pienso: «Se la están gozando» Ciro pide que lean sus creaciones. Varios levantan la mano para leer de primero. Ciro señala una niña, esta se levanta y lee un cuento comiquísimo, que festejan con carcajadas. Luego van leyendo y festejando cada cuento. Hacen comentarios acertados sobre sus historias. Termina la actividad Ciro me presenta ante los niños como Coordinador del Nodo, les saludo y les trato con cariño. Les conozco desde pequeños, conozco a sus padres y conozco a sus abuelos. Terminada la charla, todos me dan la mano y van saliendo ruidosamente de la biblioteca. Nosotros también salimos. Esperamos que Mairam cierre la biblioteca, ya en la calle, Mairam detiene un mototaxi, se monta en él y parte para Puerto Bocas saludándonos con movimiento de manos como lo hacen las reinas. Recuerdo las palabras de Carlos Guevara: «Mairam es una reina que se escapó de un cuento de Tamalameque»

viernes, 13 de mayo de 2011

Con El Caracolí en Pelaya

Posted by Diógenes Armando Pino Ávila 10:54, under , | No comments

El automóvil de servicio público en que voy de pasajero rueda a alta velocidad. Los parlantes emiten un corrido prohibido, donde el cantante desafía de malas maneras a otro (debe ser su competencia). El volumen alto de la música me atormenta, el mensaje de la canción me irrita. Respiro profundo, me lleno de paciencia: «Falta poco para llegar» pienso y miro el paisaje. Las verdes montañas desfilan veloces al lado izquierdo de la carretera. Me entretengo tratando de descubrir figuras humanas en las siluetas de los cerros. Viene una curva, el conductor no aminora la velocidad, trata de sobrepasar el carro que va delante. Lo alcanza, entramos a la curva; los carros compiten, uno al lado del otro. Preocupado miro hacia adelante y por el panorámico alcanzo a divisar una enorme tractomula roja que avanza hacia nosotros. La pasajera que va a mi lado grita. El conductor pisa los frenos bruscamente, el carro que compite con nosotros pasa raudo. Nuestro chofer con un diestro movimiento del timón gira a la derecha. Alinea el carro detrás del auto que nos rebasó. La tractomula pasa rugiendo a pocos centímetros. «Ufff» expulso el aire de mis pulmones. El conductor ríe como si hubiera realizado una gran proeza. El silencio se apodera de todos los pasajeros. La música sigue sonando estridentemente. La escucho más alta.

Entramos a Pelaya, una calle ancha nos recibe. Es un municipio agrícola y ganadero. Sus habitantes dicen con orgullo que es el mayor productor de maíz del Cesar. Nuestro automóvil, no alcanza a frenar y pasa abruptamente el resalto que queda frente a la estación de policía, un agente saca la mano y detiene el auto. Nos pide que bajemos del vehículo, se acerca otro agente, nos forman contra el carro y comienzan una minuciosa requisa tanto al auto como a los pasajeros. Después de abrir los maletines y requisar mi morral, nos permiten continuar. Una cuadra más adelante me bajo. Me dirijo a la biblioteca.

Entro por un gran portón y camino por un pasillo cuadriculado con baldosas rojas, al fondo está la biblioteca. Su construcción es igual a la de Curumaní, ésta también fue donada por el gobierno japonés. Entro al gran salón, observo la disposición ordenada de los estantes, al fondo está una señora joven, me mira y se acerca: «Adelante, que se le ofrece» me dice. Le sonrío y me le presento «Soy Diógenes Pino, el nuevo coordinador del Nodo Centro» Ella sonríe, me da su nombre: «Yo soy Amparo, la bibliotecaria» Conversamos por espacio de diez minutos sobre la dinámica del taller y otros temas afines. Le pregunto por el horario del taller, ella se ríe y me dice: «No se preocupe, Eguis y los niños están trabajando. Hoy están en el colegio de enfrente, El Jardín» Me señala hacia la calle, me despido de Amparo y me dirijo al colegio. Cruzo el parque y me detengo en el portón de entrada. Un señor detrás de la reja me dice: «A la orden» Le digo que busco al profesor Eguis, él abre la reja y me dice siga por esa puerta, cruce el patio y al fondo lo encuentra.

Escucho instrumentos musicales, cruzo el patio y por una puerta lateral paso a otro patio. En frente están unos jóvenes ensayando marchas, tocan cornetas, tambores y redoblantes, la tonada la marca un joven que toca una lira. El instructor está frente a ellos indicándoles con los dedos el momento de entrar cada instrumento. No veo a Eguis ni a los talleristas. Un joven vistiendo sudaderas al trote da vueltas por el patio. Espero que pase a mi lado y le pregunto: «¿Dónde encuentro al profesor Eguis? » Sin detenerse me responde señalando frente a él: «por aquella puerta» me dice. Pienso: «Esto es un laberinto» Atravieso el patio y entro a otro patio, al cobijo de la sombra que proyecta un árbol de mango, está Eguis con una treintena de jóvenes realizando el taller. Eguis es Licenciado en Básica Primaria y cursa los últimos semestres de derecho en Bucaramanga. Saludo al grupo. Eguis me presenta con los niños. Hablo con Ellos, sobre el taller, me cuentan sus impresiones, uno de ellos se queja de la bulla que hacen los de la banda cívica que ensayan en el otro patio.

Le pregunto a Eguis, por qué no hace el taller en la biblioteca. El contesta que en el salón de la biblioteca no hay ventiladores y el calor no los deja trabajar, que el taller lo hacía en el patio, pero ahora dictan un curso de peluquería a las madres cabeza de hogar y los niños se distraen. Me contó que la semana pasada lo habían realizado en otro colegio pero hoy se tuvieron que venir de allá porque en el patio estaban ensayando los de la banda municipal de música y que habían conseguido permiso en El Jardín, pero hacía media hora llegaron a ensayar los de la banda cívica. Estaban disgustados, tenían ganas de dar por terminado el taller. Les dije que siguieran trabajando y que aprovecharan la bulla de los músicos e hicieran un cuento que se llamara: «El día que la música perseguía a los niños» Soltaron una carcajada general, sacaron sus libretas y comenzaron a escribir el cuento. Los dejé en esta actividad.

jueves, 12 de mayo de 2011

Con El Caracolí en Pailitas

Posted by Diógenes Armando Pino Ávila 10:14, under , | No comments

Es sábado por la madrugada, me acabo de duchar con esa agradable agua fría de Valledupar, anudo los cordones de mis zapatos, consulto la hora en mi celular: «Son las tres y cuarenta», me afano, termino de arreglarme y salgo a la calle hasta la avenida. Tomo una moto hasta el terminal. Compro tiquete y me embarco a un bus con destino a Pailitas. Inmediatamente caigo fulminado por el sueño. Siento que alguien me zarandea por el hombro. Despierto. Abro los ojos. El ayudante del bus me dice: «llegamos a Pailitas». Le noto en su gesto el disgusto, a lo mejor piensa que fingía dormir para pasar sin pagar hasta otro pueblo. Le doy las gracias, tomo mi morral y bajo del bus.

Pailitas ya se ha desperezado, son las ocho y treinta de la mañana, es sábado. Hay actividad. Los restaurantes del centro están repletos, hay pasajeros comiendo en sus mesas, algunos visten abrigos de lana denotando su origen paramuno. Un lustrabotas me brinda sus servicios, le digo que no, me mira desencantado y antes de retirarse señala a una anciana que se cubre con una ruana de lana y me dice: «Apenas caliente el sol, la cucha se empelota» le sonrío y él se aleja. Me acomodo en una mesa desocupada y pido desayuno.

El rugir de los carros va incrementándose en la medida que el sol calienta. Los loteros proponen sus loterías, dos gamines piden comida a los comensales y la dueña del restaurante lo hecha. Una señora les llama y da su desayuno. Pailitas está en plena actividad. Hay ventas de golosinas en la acera afuera del restaurante. Alcanzo a distinguir una carreta repleta de aguacates para la venta. Un niño llora. Una señora pregunta por el baño. Termino de desayunar pago el servicio y parto para la biblioteca. Me doy cuenta que no recuerdo donde queda. Pregunto a un vendedor de loterías por la dirección. Él amablemente me señala una calle perpendicular a la carretera: «Se mete por esta calle —me dice— en la primera esquina que encuentre cruza a la izquierda y sigue derecho. Al final hay un parque, pregunte ahí» Seguí las instrucciones y llegue al parque, pregunté a un niño, y él me señaló la esquina.
Penetro por un amplio portón de malla industrial, que da un pequeño patio., A los lados hay pequeños salones cerrados. Me asomo por la ventana al primer salón y observo bien dispuestos pequeños escritorios y encima de ellos varias computadoras, al frente un tablero electrónico. Oigo rumor en el salón de enfrente, cruzo el pequeño patio, veo la puerta entreabierta, por ella alcanzo a divisar a varios jóvenes y escucho la voz de Geño.

Iglesia de Pailitas
«Toc toc». Golpeo la puerta, «Toc toc» golpeo un poco más fuerte. Adentro contesta una voz de niño: «No hay», sonrío e insisto «Toc toc» entonces escucho la voz de Geño: «Adelante» me invita a pasar. Abro la puerta y entro. Doy mi saludo: «Buenos días» En coro me contestan: «bueeeeenos diiaas» Una niña le dice a otra: «Él nos leyó unos cuentos el año pasado» Geño me da la mano en señal de saludo. Pide silencio a los niños y me presenta como el nuevo coordinador del Nodo Centro del Caracolí del Cesar. Saludo a los cuarenta jóvenes reunidos en el taller. Les hablo de la importancia de su asistencia, de las bondades del programa. Le digo a Geño que continúe con su actividad. Geño llama a una señora que está sentada frente a una PC. Esta se acerca y me la presenta. Ella dice: «Miriam, soy la bibliotecaria., Contesto el saludo, la invito a que nos sentemos a un lado y conversamos sobre la biblioteca y los talleres.

Los niños leen sus textos, noto buena creatividad. Geño les aconseja, ellos toman notas y ríen de sus ocurrencias. Geño les habla de tú a tú, como si él fuera uno de ellos, genera confianza. Los jóvenes están cómodos y relajados. Termina el taller, los chicos se despiden alegremente haciendo bromas. Quedamos Miriam, Geño y yo, hablamos por diez minutos sobre el taller, la biblioteca y la colaboración de la alcaldía. Nos despedimos, Geño y yo salimos en busca de la carretera, le pregunto: «¿Qué estudiaste?» el contesta «Licenciatura en básica primaria y una especialización en Arte y Folclor» Nos despedimos en la carretera.

De regreso a Valledupar, pienso en la alegría de esos niños y jóvenes del Caracolí de Pailitas, alegría espontánea con la que capotean a la violencia que les tocó vivir, primero con la guerrilla y después con los paramilitares. ¿Cuántos muertos? ¡Cuántas masacres?, ¡Cuántos huérfanos? ¿Cuántas viudas? Admiro a esos niños que han encontrado de nuevo la alegría. Admiro a Geño que hace posible que ellos plasmen sus sueños de paz en sus escritos. Pienso que el Caracolí Pailitas es el espacio ideal para que esos jóvenes hagan la catarsis y expulsen de una vez y para siempre los fantasmas del pasado.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Con El Caracolí en San Roque

Posted by Diógenes Armando Pino Ávila 13:09, under , | No comments

La naturaleza premió a este pueblo con la fertilidad de sus tierras. Aquí se da una economía agrícola. Sus habitantes, campesinos minifundistas, laboran la tierra en sus pequeñas parcelas dedicadas al cultivo del plátano y de algunos frutales. Aquí se produce  zapotes, guamas y nísperos, que los nativos venden a lado y lado de la carretera al Mar. Es un pueblo pequeño que hace parte de la jurisdicción de Curumaní.

Le pedí a un moto-taxista que me llevara a la biblioteca. «¿A la biblioteca?» Replicó como un eco. Llamó a un muchacho que pasaba y le preguntó: «Dónde queda la biblioteca» El joven le respondió: «Al lado de la Inspección, es donde trabaja Olinto»  Me indicó que subiera a su vehículo y emprendimos la marcha: «Aquí es» me dijo. Le pagué y penetré al local, me asombré al ver a unos veinticinco niños apretujados en unas sillas de madera. El recinto era estrecho de aproximadamente veinte metros cuadrados. Olinto el bibliotecario, es un hombre alto de tez trigueña y ojos claros que oficia de bibliotecario en esta pequeña población y al que no le pagan su salario hace cuatro meses. Me contó que seguía prestando el servicio porque le gustaba y disfrutaba de su trabajo. Ese día dirigí el taller, no se había contratado todavía a su director.

Una semana después volví, llegué a la biblioteca y estaba cerrada: «¿Busca a los niños?» Me preguntó una señora que barría el frente de su casa. «Sí señora» respondí.  «Salieron para la escuela con la seño nueva»  y me señaló en dirección al colegio. Colgué el morral en mi hombro y me encaminé hacia la escuela. Es una escuela modesta de las que construyó el ICCES, pintada de blanco, con un patio cubierto de fresca sombra que le brinda unos árboles de mango y un quiosco de palma. En el suelo del patio hay gran cantidad de mangos maduros que han caído de los árboles. En el quiosco, treinta y cinco niños están absortos haciéndole el coro a un canto que realiza una mujer de tez negra y espigada estatura que canta y toca palmas. En un taburete de cuero un hombre de cabeza canosa observa escéptico la actividad.

La motivación en el recinto es tan grande que ninguno de los presentes se da cuenta de mi presencia. Me hago discretamente a un lado y espero que la dinámica termine para hacerme notar. «Buenas días» digo en voz alta. Todos giran la cabeza hacia mí y en coro contestan«Bueeeenos díiiiiaaaas»  Avanzo hacia el centro del salón, le extiendo la mano a la mujer y me le presento «Mi nombre es Diógenes Pino, soy el coordinador del Nodo Centro»  la mujer me brinda su mano: «Mucho gusto, soy Julia Pastora, la nueva directora del Caracolí San Roque»Julia Pastora es Licenciada en educación Preescolar y un enamorada de la oralidad de esta tierra. Julia Pastora dirigiéndose a los niños me presenta, luego  señala al hombre de cabellera blanca y me lo presenta también, el hombre me da la mano: «Enrique Parejo, para servirle» me dice.  Le miro a la cara y le digo: «La huelga»,  sonriente me contesta: «Si, la huelga»  le sonreí y le dije: «Me gustó bastante» Se sonrió y contestó «A mi también». Julia Pastora nos interrumpe preguntando que si quiero hablarle a los niños, le digo que si e improviso unas cortas palabras de saludo. Le digo a Julia Pastora que continúe con su actividad y ella reinicia sus juegos de lúdica y lectura, la observo silencioso y agradado, pienso: «Ojalá mis nietos tuviera una animadora de lectura como esta» Al término de media hora me despido y parto con destino a Valledupar, llevando en los oídos el coro alegre de estos niños y la voz melosa de Julia Pastora.

martes, 10 de mayo de 2011

Con El Caracolí en Chiriguaná

Posted by Diógenes Armando Pino Ávila 13:06, under , | No comments

Iglesia de Chriuaná Cesar
Estando en la Jagua subí a un destartalado Renault 12 de cojines hundidos. Apretujado y sudorosos se acomodaban conmigo en el carro: Un interiorano, un jaguero, el chofer y yo, nos saludamos con cortesía y partimos con destino a Chiriguaná. Salimos del pueblo por una vía pavimentada, El jaguero que va a mi lado se queja diciendo:  ‹‹La compañía contratista se robó la plata de la carretera y nos hizo esta trocha.›› Se genera una charla dónde el consenso general es que los dineros del estado siempre son saqueados.

Pasamos un pueblo pequeño y lo único interesante que veo es un  cartón claveteado en un árbol, que en letras grandes y ortografía dudosa dice: «Se “bende” preña vieja».Amparándose en la sobra del árbol una señora con dos niños ofrecen a los viajeros una bebida helada. El interiorano pregunta al conductor: «¿Qué clase de bebida venden?» El chofer le miró por el espejo y burlonamente le dijo: «Preña vieja». El jaguero aclaró: «Es vino de palma». Hizo una amplia y detallada explicación de los poderes afrodisiacos de la bebida y los milagros de su fecundidad.

Más adelante a mano derecha muestra la entrada a una hacienda, en ella se encuentran dos soldados imberbes charlando amenamente y el jaguero  comenta: ‹‹Esa hacienda se llama Maquencal›› El interiorano pregunta: ‹‹¿Por qué la cuida el ejército colombiano?›› El jaguero responde con una pícara sonrisa: ‹‹Es propiedad de Tom y Jery››.  Intrigado pregunto: ‹‹¿Quiénes son esos personajes?››. El jaguero que esperaba la pregunta responde con hilaridad: ‹‹Los hijos de Uribe›› y suelta sonora carcajada que es coreada por todos.
Llegamos al siguiente pueblo. El jaguero auto erigido en guía dijo: «Rinconhondo, la cuna de la brujería».  El interiorano incrédulo le indagó: «¿Cómo así?»  El jaguero guardó silencio por varios segundos, como si preparara su discurso, luego sencillamente dijo: «Esta es tierra de brujos y brujas, aquí acostumbran a dejar al visitante pegado a los taburetes» Recordé que Julia Pastora, la directora del taller de San Roque, me había contado lo mismo.

Al fin llegamos a un villorrio  llamado El Cruce donde converge la carretera que viene de Valledupar con la Vía al Mar,  y que une la costa Caribe con el interior del país. En este pequeño poblado estaba la tentación, personalizada en una mulata  joven de piel canela, ojos claros y cabellos lacios. Confieso, no solo yo sucumbí a la tentación, todos, incluyendo al conductor, caímos postrados ante el embrujo de la mulata, que con su gracia y su cimbreante cuerpo de carnes túrgidas nos doblegó.  Todos la asediamos con ansias desmedidas, siguiendo un instinto animal. La acorralamos y a la orilla de la carretera y a la vista de todos saciamos nuestras desbocadas deseos.  Sin ningún recato devoramos su preciado bocado. Al terminar nuestro demencial acto, nos dijo: «Cada uno me debe cuatro mil pesos» No podía creer que tasara en tan poco dinero sus servicios, fueron los chicharrones con yuca más exquisitos que he probado. Luego de tan anti-dietética comilona, cruzamos la carretera y continuamos el viaje hacia Chiriguaná sintiendo un complejo de culpa por habernos atiborrado del temido colesterol.
El carro me dejó en la plaza principal donde la estatua de un indio me dio la bienvenida.

 Curioseé por los alrededores del parque. Vi entrar y salir abogados sin trabajo del edificio de los juzgados. De la alcaldía municipal salieron precipitadamente tres políticos crispados, que discutían acaloradamente con unos maestros municipales. No me interesó la discusión y decidí abandonar la plaza con la sensación de que este era un pueblo rico, pero sus gentes insistían en vivir del presupuesto municipal. Tomé una moto y le dije al conductor que me diera unas vueltas por el pueblo para apreciarlo mejor. Encontré un pueblo mediano, con algunas calles pavimentadas, un comercio incipiente y unos pobladores bullangueros y alegres que se saludaban a gritos. Al pasar por el puesto de policía, salió un agente, nos detuvo y pidió que me identificara y le dijera que hacía en el pueblo. Le mostré mi documentación y al escuchar de mi trabajo frunció el ceño y con la desconfianza marcada en el rostro, permitió que continuáramos. Le dije al moto- taxista que me llevara a la biblioteca.

La biblioteca es un edificio grande, pintado de blanco, de dos plantas con gran presencia arquitectónica. Contrasta con las bibliotecas de los demás pueblos del Cesar. La primera impresión que tuve, fue que ese no era un pueblo con biblioteca, sino una biblioteca con pueblo. Pagué los servicios del moto-taxista y entré a la edificación. El portero me indicó que el taller Caracolí lo estaban realizando en el auditorio del segundo piso. Subí presuroso las escaleras, entré a un auditorio pequeño tipo teatro, con cómodas sillas dispuestas en diferentes niveles, ocupadas por una veintena de jóvenes y unos adultos mayores que discutían sobre la rima y la métrica de la poesía del siglo pasado.

Dirige el taller Manuel Zambrano, periodista oriundo de Chimichagua, propietario de la emisora local de La Jagua de Ibiríco, ganador del concurso departamental de cuento corto hace algunos años.  Rubiela y Yuri bibliotecaria y asistente hacen parte del taller. Me llamó poderosamente la atención Teofrasto, de ochenta años, erguida estatura, pelo blanco y su sombrero de ala corta. Leía unos poemas rimados de su inspiración, siendo escuchados en absoluto silencio por los jóvenes participantes al taller, al terminar hizo una venia y fue premiado con cerrado aplauso. Varios de los talleristas leyeron sus cuentos y finalmente exigieron que Zambrano leyera algo de su creación, este me miró pidiendo mi aprobación, con un movimiento de cabeza asentí y él leyó “La última pelea” un cuento bien logrado con que ganó un concurso departamental de cuentos. Zambrano fue aplaudido. Teofrasto se puso de pié y dijo: «El Coordinador del Nodo también debe leer.  Queremos saber con quién tratamos»Los demás asintieron, no tuve más remedio que leer uno de mis cuentos, que afortunadamente llevaba en el morral. Tuve la impresión de que aprobaron mi cargo de coordinador, por el amable aplauso que me brindaron.

Después de esto generalizamos una amena charla donde me contaron todas sus inquietudes y las expectativas que tenían sobre el taller. Al caer la tarde nos despedimos con apretones de mano y nos citamos para el sábado siguiente.

lunes, 9 de mayo de 2011

¿Cómo localizar un libro en la biblioteca?

Posted by Diógenes Armando Pino Ávila 18:44, under | No comments

Muy pronto tu biblioteca usará este sistema, familiarizate con él

Con el Caracolí en La Jagua de Ibiríco

Posted by Diógenes Armando Pino Ávila 12:36, under , | No comments

Desde las afueras del poblado se alcanzas a divisar la montaña horadada, herida por la dinamita y las palas gigantes, que monstruosas e insaciables hurgan las entrañas de la tierra buscando los mantos de carbón. En sus calles se siente un ambiente parecido al descrito por Fernando Soto Aparicio en ese pueblo imaginario que él llamó Timbalí. Aquí en la Jagua se siente y cobra vida (o más bien muerte) la fina lluvia de sílex y carbonilla que corroe los pulmones de un pueblo inmensamente rico en recursos naturales pero pobre en cuanto a obras de desarrollo.

La Jagua está habitada por una población flotante, conformada por trabajadores mineros que llegaron de todas partes del país. Venden su fuerza de trabajo en las minas que explotan y dirigen las multinacionales. Sus nativos han emigrado hacia la capital del departamento. Sus nuevos moradores no tienen el arraigo y por tanto este pueblo paulatinamente ha ido perdiendo su identidad. Los nativos que se quedaron dividieron sus casas y patios construyendo estrechas piezas de habitación que arriendan a los trabajadores foráneos utilizando el sistema ABC, consistente en habitarla según el horario y sistema de descanso de los trabajadores de la mina. En la mina se trabaja con el sistema ABC: Siete días de trabajo por cuatro de descanso en horarios extendidos de doce horas. Un grupo de día y otro de noche, mientras que un grupo disfruta cuatro días de descanso en sus lugar de origen. Debido al ABC no es raro encontrar que en algunas de estas habitaciones con una sola cama, la ocupen tres obreros que nunca se ven y que a veces, no se conocen entre sí.

Muy a pesar de la pérdida de identidad, acusada por el desarraigo de sus moradores hay aquí en La Jagua personas como: Gregorio Iguarán, Ever Parodi, Oswaldo Aguilar que hacen esfuerzos literarios para producir textos que recojen las memorias perdidas del pueblo que les vio nacer. Cada uno a su estilo y a su manera, entretejen historias que cuentan sus nostalgias por el que otrora fuera un modesto pueblo dedicado a la agricultura y la ganadería, un pueblo donde todos eran familia y todos se conocían.

Con los recuerdos de los cuatro años que viví en este pueblo aglomerado en mi mente, llegué a La Jagua, observando que nada o casi nada había cambiado. Encontré: las mismas calles, tractomulas parqueadas en la vía,  llanteros de manos negras realizando su trabajo, restaurantes atiborrados de trabajadores que visten uniformes de colores con franjas reflectivas, que portan cascos de seguridad y calzan botas de media caña con puntera de hierro.

Las muchachas paseando por las aceras buscan pretendientes, pasan mirando a los obreros, no se fijan mucho en la cara de los mozos, miran el color del uniforme y el logo de la empresa donde trabajan. Hacen cálculos del sueldo devengado y se aventuran a entablar conversación con el osado que les piropea. Son muchachas hermosas hijas de obreros que sentaron sus reales en este pueblo y que acosadas por la situación familiar desean desposarse.

Llego a la biblioteca, un salón situado al fondo de un edificio inconcluso que algún alcalde comenzó a construir para La Casa de la Cultura y que sus predecesores no concluyeron por celos políticos y rencillas personales propias de los politiqueros de la región. Por un espacio escueto, sin puertas ni paredes, penetro al patio de la edificación donde observo varias dependencias que  hacen cuadro en el patio. Sigo por un pasillo, lo atravieso y caigo a la grama húmeda y enfangada que bordea un corto camino hasta la puerta del local donde funciona la biblioteca. Abro la puerta y me asomo, hay dos jóvenes hermosas que me miran, una morena y una mona, de estilizados talles y maquillados rostros. Me acerco a ellas, les doy mi nombre y les explico que soy el nuevo coordinador del Nodo Centro del  Caracolí del Cesar. Me estrechan la mano amablemente y dan sus nombres: «Yuleidis, soy la bibliotecaria» dijo la morena. «Yaneth, soy auxiliar de la biblioteca» se presentó la rubia.

Una veintena de chicos realizan actividades de lectura, dirigidos por un joven moreno de pelo engajado y voz suave que pacientemente lleva a los niños por el sendero de la buena lectura. Los niños que participan del taller son chicos no nativos, hacen parte de la población flotante que puebla al municipio. Son niños con sueños e ilusiones que encuentran en el Caracolí del Cesar el espacio maravilloso donde manifestar en la lectura y en la construcción de sus textos la magia de su imaginación. Son niños que por no tener el arraigo se les dificulta en parte la comprensión del anecdotario local, los mitos y leyendas jagueras, pero que de todas maneras asisten y participan activamente en el taller.

Al término del taller charlo con la bibliotecaria, su auxiliar y el joven que lo dirige. Me cuentan sus inquietudes, sus planes de trabajo, me parece interesante el plan de lectura que propone el joven. El director del taller se llama Miguel, es un joven estudioso con formación profesional, graduado en Ingeniería de sistemas y con formación literaria por cinco años en el taller RENATA Valledupar Es autor de varios cuentos y con una vasta lectura de obras literarias y con una gran afición por el cine. Es miembro del grupo Jauría y fundador de la página Web del mismo nombre, donde él y un grupo de sus amigos publican cuentos, poemas, noticias y notas de este mundo fascinante de la literatura y el cine.

Conforme con lo que vi y escuché, salgo alegre por la suerte que tienen esos niños al contar con un espacio como el Caracolí, para canalizar sus inquietudes creadoras, pienso en mi infancia, reviso el pasado buscando algo parecido, no lo encuentro, recuerdo a mis tías abuelas, que contaban a mis primos y a mí, los cuentos y leyendas que ellas escucharon de sus mayores, en la cadena de oralidad que preservó la historia y la tradición de mi pueblo.

domingo, 8 de mayo de 2011

Con El Caracolí en Curmaní

Posted by Diógenes Armando Pino Ávila 12:19, under , | No comments

«Plátano curmanilero, curmanilero plátano». Miro los cerros que hacen de marco al paisaje. «Plátano curmanilero, curmanilero plátano» Observo por la ventanilla el restaurante que queda a orillas de carretera donde hay varios buses detenidos. «Plátano curmanilero, curmanilero plátano» El bus avanza raudo por la vía pavimentada. En el pequeño televisor pasan una película viejísima  de karatecas que dan impresionantes saltos y combaten en el aire como si la gravedad no les afectara.«Plátano curmanilero, curmanilero plátano» A lo lejos se divisa el poblado que abre sus fauces a lado y lado de la carretera, «Plátano curmanilero, curmanilero plátano» Nos acercamos, la carretera se convierte en una calle ancha a cuyos lados hay llanterías, talleres, restaurante de camioneros, posadas, y un comercio que le da vida a este pueblo. «Plátano curmanilero, curmanilero plát…» Tomo conciencia que he venido repitiendo desde hace rato esta frase, especie de trabalenguas con que jugábamos en la niñez. «Plátano cur…» Ordeno a mi cerebro detener la cantinela.
Alcaldía de Curumaní
El bus se detiene, me bajo y enrumbo mis pasos hacia la biblioteca. Está en una esquina, protegida por una malla industrial, es una edificación donada por el gobierno japonés, un local amplio y caluroso. Dos niñas hermosas me atienden, observo que no hay actividad. «¿El taller literario Caracolí?» pregunto. Una de las niñas me señala el patio diciéndome: «Siga»  Me dirijo al patio y observo a Luis Eugenio sudando a chorros, rodeado por casi un centenar de chiquillos, que libreta en manos escucha sus instrucciones, Una mujer menuda de pelo negro y agraciada faz, trata de mantener sentados a los chicos que están en las últimas filas de pupitres donde se sientan los talleristas. Saludo en voz alta y como de costumbre los niños responden en coro: «Bueeeenos díiiiiaaaas», Le hago señas a Luis Eugenio para que se  acerque, también se acerca la señora. Geño me la presenta, es Luz Leyis la bibliotecaria. Les digo que con ese número de niños es imposible realizar un taller. Ellos están de acuerdo. Le digo a Geño que los divida en dos grupos y me dé la oportunidad de trabajar con los de mayor edad, el accede, los divide y me los llevo con sus sillas a varios metros de distancia. Ahora funjo como tallerista. es una experiencia agradable, la  disfruto al máximo.

De reojo observo las actividades que realiza Geño con el otro grupo, leen un cuento que narra las peripecias de una niña llamada Clara que había perdido un libro. La motivación de esos niños es enorme, participan en voz alta, y ante las preguntas casi todos levantan la mano para contestar, en una competencia maravillosa. «Geño tiene madera de animador de lectura» me dije y continué con mi taller.

Se hace un receso en el taller, Luz Leyis y una madre de familia suministran a los niños refrescos y galletas, para mitigar el sofocante acoso del calor y las fatigas del estomago. La algarabía de los niños es grande, ríen, cantan, aplauden, charlan a gritos entre sí, siento envidia de sus alegrías, de su inocencia y la falta de preocupaciones. «Sabroso ser niño» le digo a Geño. Charlamos de la cantidad de niños y la dificultad del taller en esas condiciones, me comprometo hablar con Mónica. Luz Leyis recoge los vasos y se retira, un niño grita: «Profe ya!» indicándonos que debemos continuar el taller.

A las doce del medio día en punto, terminamos, nos despedimos de los niños, estos nos abrazan y besan en una muestra de cariño colectivo que agrada, nos hacen sentir humanos. Siento lo importante que es este trabajo. Mientras los chicos se alejan de la biblioteca charlamos de nuevo con Luz Leyis y Luis Eugenio sobre las dificultades del taller. Me despido, camino hacia la carretera y a los veinte minutos me subo a un bus con destino a Valledupar, todavía siento en mí humanidad, los abrazos de los niños. Paso mi mano por la mejilla y encuentro en ellos los besos tiernos de esos chicos que antes no conocía y que hoy anidaron por siempre en los pliegues de mi alma. En mi mente, de nuevo,«Plátano curmanilero, curmanilero plát…»

viernes, 6 de mayo de 2011

Cómo me vinculé al Caracolí

Posted by Diógenes Armando Pino Ávila 12:01, under | No comments

En el año 2009, fui invitado por Ciro Mier  para que leyera unos cuentos en la biblioteca municipal de Tamalameque. Leí dos cuentos ante una veintena de niños ansiosos que escucharon con interés la narración que hice.  Dos semanas después Luis Eugenio me invitó a la biblioteca de Pailitas y ahí narré dos cuentos. 


 Esta experiencia en las dos bibliotecas me llamó poderosamente la atención, pues al terminar la narración los niños desplegaron una actividad de creación donde construyeron sus propios textos sobre historias similares. Pude notar de inmediato el potencial creativo de estos chicos que aparentemente sacrificaban la levantada tarde de los sábados, para asistir a la biblioteca. 


Me di cuenta inmediatamente que para ellos no era un sacrificio sino un placer, pues gozaban hasta más no poder el acto de la creación al acariciar la palabra. Eran niños que reían, que gozaban, que juagaban a ser dioses dando vida a su fantasía creadora, eran niños arquitectos que construían mundos imaginarios, mundos posibles y deseables que les cobijara y protegiera contra la violencia cotidiana que se enseñoreaba en la región. 


A comienzos  del 2010, recibí una llamada de Carlos Guevara, me preguntaba  si me gustaría vincularme a los talleres de creación literaria del Cesar. Emocionado le contesté que sí. Me vino a la mente la felicidad de los niños de Tamalameque y  Pailitas. No podía privarme de una experiencia de este tipo. Viajé a Valledupar donde conocí a Mónica Morón, una sicóloga de voz suave y hablar pausado, enamorada del arte. Ella regenta la Corporación Biblioteca Departamental Rafael Carrillo Luquez. Me describió el programa y al final me preguntó que si quería vincularme. Le contesté que sí y desde entonces hago parte del Caracolí del Cesar. Fui contratado  como Coordinador del Nodo Centro, por tanto tenía que visitar y coordinar los talleres de La Jagua, Chiriguaná, San Roque, Curumaní, Pailitas, Pelaya y Tamalameque.  


El grupo de municipios del Nodo Centro lo podemos dividir en dos grupos con características culturales y sociológicas bien definidas: El grupo “cachaco” conformado por Curumaní, Pailitas y Pelaya, son asentamientos humanos  de historia reciente que tuvieron origen a partir de la violencia política colombiana de los años 40s y 50s, sus población inicial fueron desplazados de las poblaciones santandereanas: El Carmen, Convención, Gramalote, Salazar de Las Palmas, etc. El origen mayoritario de sus pobladores marcó la tendencia política del nuevo pueblo. Curumaní conservador, Pelaya y Pailitas Liberal.  El segundo o grupo “costeño” lo conforman La Jagua, Chiriguaná, San Roque y Tamalameque, son pueblos antiguos, Tamalameque y Chiriguaná fundados en la colonia, La Jagua y San Roque más recientes, fundados por nativos de Chiriguaná y emigrantes de orillas de La Zapatosa y el río Grande de La Magdalena. 


Enterado de mis deberes inicié labores en un trabajo que no es trabajo sino placer. Encontré que los coordinadores locales de los talleres en los sitios que me correspondió coordinar, eran privilegiados que gozaban haciendo su labor. Creo que gozaban más que los niños, pues son personas espléndidas, llenas de un inmenso amor por los chicos. Son personas con un carisma inigualable y una alegría que solo los niños y quienes disfrutan la vida sienten. 


Estar con ellos me hizo recordar una frase de Samuel Langhorne Clemens, conocido con el seudónimo de Mark Twain. Él se preguntaba palabras más o palabras menos: «¿Por qué fabricar rosas de papel es un trabajo, mientras que escalar el Éverest es un deporte?»