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viernes, 3 de febrero de 2012

El ensayo como genero

Posted by Diógenes Armando Pino Ávila 10:27, under | No comments
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Por: Fernando Savater. 
 (Fragmento tomado del libro: El arte de ensayar Circulo de lectores)
«Las obras de arte nunca se acaban ­—dijo  Valéry—: sólo se abandonan.» En el terreno de la escritura, este carácter  perpetuamente  inacabado  de cuanto  el artista  emprende, a lo que sólo la fatiga o la desesperación ponen punto final, tiene su plasmación más nítida en el ensayo. En su origen, el ensayo es la opción del escritor que aborda un tema cuyo tamaño y complejidad sabe de antemano que le desbordan. El ensayista no es un invasor prepotente, ni mucho  menos  un conquistador de la cuestión tratada, sino todo lo más un explorador audaz, quizá sólo un espía, en el peor de los casos un simple fisgón. «Ensayar» es realizar de modo tentativo un gesto que  uno  aún  no sabe  cumplir  con  plena eficacia: como el niño que quiere comer solo y cuya madre le ha cedido la cuchara se lleva un trago tembloroso de sopa a  la   boca, convencido  de que nunca logrará  acabarse todo el plato sin ayuda. También ensaya el actor el papel para cuya representación aún no ha llegado la hora; y cuenta con la simpatía del público escaso que asiste a su esfuerzo,  unos cuantos amigos que tienen  más de cómplices que de críticos severos.

Por eso Montaigne, que juntamente inventó el género y lo llevó a sus más altas cotas de perfección, denomina «ensayos»  a cada uno de los tanteos reflexivos de la realidad huidiza que le ocupan: son experimentos literarios, autobiográficos, filosóficos y eruditos que nunca pretenden establecer suficientemente y agotar un campo de estudio, sino más bien por el contrario desbordarlo, romper sus costuras, convertirlo en estación de tránsito hacia otros que parecen remotos. Montaigne inicia el gesto del sabio que desfila ordenadamente por su saber como por terreno conquistado, pero lo abandona a medio camino para adoptar la actitud más vacilante o irónica del merodeador, del que está de paso, de aquel cuyo itinerario no se orienta según un mapa completo establecido de antemano, sino que se deja llevar por intuiciones, por corazonadas, por atisbos fulgurantes que quizá le obligan a caminar en círculos. Se dirige al lector no como a un discípulo, sino como a un compañero. Hace suyo de antemano lo que luego dejó dicho muy bien  Santayana en su magnífico ensayo Tres poetas filósofos: «Ser breve y dulcemente irónico significa dar por sentada la inteligencia mutua, y dar por sentada la inteligencia mutua quiere decir creer en la amistad».

En la raíz misma del ensayo está pues el escepticis­mo. En este aspecto, es lo opuesto al tratado, que se asienta en la certeza y en la convicción de estar en posesión de la verdad. El tratadista plantea: esto es lo que yo sé; el ensayista se aventura por el territorio  ignoto del · ¿qué sé yo?». El tratadista  arrastra el tema frente al lector, bien encadenado, para que pueda palparle los bíceps y mirarle la dentadura como a un esclavo puesto en venta; en cambio para el ensayista la cuestión abordada permanece siempre intratable,  rebelde, huidiza, emancipada. Mientras el tratadista sabe todo de aquello de lo que habla, el ensayista no sabe del todo de qué habla  y por eso cambia sin demasiado  escrúpulo  de tema, veleidoso, inconstante, un Don Juan de las ideas, pero  un Don  Juan  por  inseguridad o por  timidez,  no por abusiva  arrogancia. De nuevo el maestro  es Montaigne, gran merodeador  en torno  a cualquier punto y a partir de cualquiera, experto en divagaciones, dueño del arte  de la asociación libre  en el plano  especulativo, a quien nunca faltan registros en el perpetuo soliloquio acerca de sí mismo al que con astutos  remilgos nos convida. Por supuesto, el inacabamiento del ensayo  pertenece al plano  temático,  no al formal  Aunque  el ensayista no agota nunca la cuestión que aborda, puede extenuarse  en cambio puliendo sus líneas expresivas y añadiendo puntualizaciones circunstanciales a sus argumentaciones. Así Montaigne retocó  sus ensayos  una  y otra  vez, casi hasta el día de su muerte...

Es característica  del ensayo —este género lo suficien­temente complejo  y ondulante como  para  que sólo  de modo ensayístico podamos  también  referirnos  a él— la presencia más o menos explícita del sujeto que lo escri­be entreverada en sus razonamientos. En el ensayo  el conocimiento y sobre todo la búsqueda de conocimiento tienen siempre voz personal. También  en este punto difiere del tratado. Cuenta  el humorista Julio  Camba que cuando  uno  pide alguna  información a un bobby inglés, el agente responde sin mirarle a los ojos, porque «no  nos responde  a nosotros, sino a la sociedad». El tratado también  prefiere la impersonalidad de la ciencia, que  habla  desde lo objetivamente establecido sin hacer concesiones  a la individualidad  de quien ocasionalmente  le sirve de portavoz. En el ensayo,  en cambio, siempre  asoma  más o menos la personalidad del autor, siempre se hace oír la persona,  lo individual,  la subjetividad  que se asume como tal y se tantea a sí misma al  formar cuerpo con lo objetivamente concretado.

El tratado parece pretender  alcanzar la verdad —aunque no sea más que la verdad científicamente  establecida en un momento dado— mientras  que el ensayo expone  un punto de vista. Y siempre en perspectiva desde dos ojos terrenales  y no desde la clarividente  omnisciencia  divina. Lo cual en modo alguno  implica renuncia a la verdad, por cierto, sino que la persigue por  una vía quizá aún más realista... y verdadera.

Lo malo es que  hoy las cosas  ya están  mucho  más mezcladas que en tiempos de Montaigne. El ensayismo se ha hecho menos literario y más científico, algunos ensayos de ayer son leídos ahora  como cuasitratados, los tratadistas «ensayizan»   voluntariosamente sus  mamotretos para llegar a un público más amplio que el estrictamente académico o especializado. El tratado  tradicional se dirigía a un público cautivo, es decir, que profesionalmente no tenía más remedio que leerlo para graduarse como competente  en la materia; el ensayista en cambio ha buscado siempre lectores misceláneos y voluntarios, reclutados  en todos  los campos sociales e intelectuales, por lo que no tiene más remedio que recurrir a las artes de seducción expresiva. Pero en la actualidad  los públicos cautivos se han hecho escasos y sobre todo  resultan más difíciles de rentabilizar dada la competencia de ofertas, de modo que nadie renuncia del todo a poner su poquito de ensayismo en lo que escribe. Sobre todo cuando el tratadista  es heterodoxo y aventura  planteamientos a los que la oficialidad académica difícilmente brindará su nihil obstat. Tales herejes -que suelen ser los mejores creadores de conocimiento en la modernidad- han de buscar para sus heréticas intu1c1ones o razonamientos el refrendo  de lectores sin cátedra  ni púlpito,  pero  influyentes como opinión pública...


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