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lunes, 9 de mayo de 2011

Con el Caracolí en La Jagua de Ibiríco

Posted by Diógenes Armando Pino Ávila 12:36, under , | No comments
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Desde las afueras del poblado se alcanzas a divisar la montaña horadada, herida por la dinamita y las palas gigantes, que monstruosas e insaciables hurgan las entrañas de la tierra buscando los mantos de carbón. En sus calles se siente un ambiente parecido al descrito por Fernando Soto Aparicio en ese pueblo imaginario que él llamó Timbalí. Aquí en la Jagua se siente y cobra vida (o más bien muerte) la fina lluvia de sílex y carbonilla que corroe los pulmones de un pueblo inmensamente rico en recursos naturales pero pobre en cuanto a obras de desarrollo.

La Jagua está habitada por una población flotante, conformada por trabajadores mineros que llegaron de todas partes del país. Venden su fuerza de trabajo en las minas que explotan y dirigen las multinacionales. Sus nativos han emigrado hacia la capital del departamento. Sus nuevos moradores no tienen el arraigo y por tanto este pueblo paulatinamente ha ido perdiendo su identidad. Los nativos que se quedaron dividieron sus casas y patios construyendo estrechas piezas de habitación que arriendan a los trabajadores foráneos utilizando el sistema ABC, consistente en habitarla según el horario y sistema de descanso de los trabajadores de la mina. En la mina se trabaja con el sistema ABC: Siete días de trabajo por cuatro de descanso en horarios extendidos de doce horas. Un grupo de día y otro de noche, mientras que un grupo disfruta cuatro días de descanso en sus lugar de origen. Debido al ABC no es raro encontrar que en algunas de estas habitaciones con una sola cama, la ocupen tres obreros que nunca se ven y que a veces, no se conocen entre sí.

Muy a pesar de la pérdida de identidad, acusada por el desarraigo de sus moradores hay aquí en La Jagua personas como: Gregorio Iguarán, Ever Parodi, Oswaldo Aguilar que hacen esfuerzos literarios para producir textos que recojen las memorias perdidas del pueblo que les vio nacer. Cada uno a su estilo y a su manera, entretejen historias que cuentan sus nostalgias por el que otrora fuera un modesto pueblo dedicado a la agricultura y la ganadería, un pueblo donde todos eran familia y todos se conocían.

Con los recuerdos de los cuatro años que viví en este pueblo aglomerado en mi mente, llegué a La Jagua, observando que nada o casi nada había cambiado. Encontré: las mismas calles, tractomulas parqueadas en la vía,  llanteros de manos negras realizando su trabajo, restaurantes atiborrados de trabajadores que visten uniformes de colores con franjas reflectivas, que portan cascos de seguridad y calzan botas de media caña con puntera de hierro.

Las muchachas paseando por las aceras buscan pretendientes, pasan mirando a los obreros, no se fijan mucho en la cara de los mozos, miran el color del uniforme y el logo de la empresa donde trabajan. Hacen cálculos del sueldo devengado y se aventuran a entablar conversación con el osado que les piropea. Son muchachas hermosas hijas de obreros que sentaron sus reales en este pueblo y que acosadas por la situación familiar desean desposarse.

Llego a la biblioteca, un salón situado al fondo de un edificio inconcluso que algún alcalde comenzó a construir para La Casa de la Cultura y que sus predecesores no concluyeron por celos políticos y rencillas personales propias de los politiqueros de la región. Por un espacio escueto, sin puertas ni paredes, penetro al patio de la edificación donde observo varias dependencias que  hacen cuadro en el patio. Sigo por un pasillo, lo atravieso y caigo a la grama húmeda y enfangada que bordea un corto camino hasta la puerta del local donde funciona la biblioteca. Abro la puerta y me asomo, hay dos jóvenes hermosas que me miran, una morena y una mona, de estilizados talles y maquillados rostros. Me acerco a ellas, les doy mi nombre y les explico que soy el nuevo coordinador del Nodo Centro del  Caracolí del Cesar. Me estrechan la mano amablemente y dan sus nombres: «Yuleidis, soy la bibliotecaria» dijo la morena. «Yaneth, soy auxiliar de la biblioteca» se presentó la rubia.

Una veintena de chicos realizan actividades de lectura, dirigidos por un joven moreno de pelo engajado y voz suave que pacientemente lleva a los niños por el sendero de la buena lectura. Los niños que participan del taller son chicos no nativos, hacen parte de la población flotante que puebla al municipio. Son niños con sueños e ilusiones que encuentran en el Caracolí del Cesar el espacio maravilloso donde manifestar en la lectura y en la construcción de sus textos la magia de su imaginación. Son niños que por no tener el arraigo se les dificulta en parte la comprensión del anecdotario local, los mitos y leyendas jagueras, pero que de todas maneras asisten y participan activamente en el taller.

Al término del taller charlo con la bibliotecaria, su auxiliar y el joven que lo dirige. Me cuentan sus inquietudes, sus planes de trabajo, me parece interesante el plan de lectura que propone el joven. El director del taller se llama Miguel, es un joven estudioso con formación profesional, graduado en Ingeniería de sistemas y con formación literaria por cinco años en el taller RENATA Valledupar Es autor de varios cuentos y con una vasta lectura de obras literarias y con una gran afición por el cine. Es miembro del grupo Jauría y fundador de la página Web del mismo nombre, donde él y un grupo de sus amigos publican cuentos, poemas, noticias y notas de este mundo fascinante de la literatura y el cine.

Conforme con lo que vi y escuché, salgo alegre por la suerte que tienen esos niños al contar con un espacio como el Caracolí, para canalizar sus inquietudes creadoras, pienso en mi infancia, reviso el pasado buscando algo parecido, no lo encuentro, recuerdo a mis tías abuelas, que contaban a mis primos y a mí, los cuentos y leyendas que ellas escucharon de sus mayores, en la cadena de oralidad que preservó la historia y la tradición de mi pueblo.

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