Es sábado por la madrugada, me acabo de duchar con esa agradable agua fría de Valledupar, anudo los cordones de mis zapatos, consulto la hora en mi celular: «Son las tres y cuarenta», me afano, termino de arreglarme y salgo a la calle hasta la avenida. Tomo una moto hasta el terminal. Compro tiquete y me embarco a un bus con destino a Pailitas. Inmediatamente caigo fulminado por el sueño. Siento que alguien me zarandea por el hombro. Despierto. Abro los ojos. El ayudante del bus me dice: «llegamos a Pailitas». Le noto en su gesto el disgusto, a lo mejor piensa que fingía dormir para pasar sin pagar hasta otro pueblo. Le doy las gracias, tomo mi morral y bajo del bus.
Pailitas ya se ha desperezado, son las ocho y treinta de la mañana, es sábado. Hay actividad. Los restaurantes del centro están repletos, hay pasajeros comiendo en sus mesas, algunos visten abrigos de lana denotando su origen paramuno. Un lustrabotas me brinda sus servicios, le digo que no, me mira desencantado y antes de retirarse señala a una anciana que se cubre con una ruana de lana y me dice: «Apenas caliente el sol, la cucha se empelota» le sonrío y él se aleja. Me acomodo en una mesa desocupada y pido desayuno.
El rugir de los carros va incrementándose en la medida que el sol calienta. Los loteros proponen sus loterías, dos gamines piden comida a los comensales y la dueña del restaurante lo hecha. Una señora les llama y da su desayuno. Pailitas está en plena actividad. Hay ventas de golosinas en la acera afuera del restaurante. Alcanzo a distinguir una carreta repleta de aguacates para la venta. Un niño llora. Una señora pregunta por el baño. Termino de desayunar pago el servicio y parto para la biblioteca. Me doy cuenta que no recuerdo donde queda. Pregunto a un vendedor de loterías por la dirección. Él amablemente me señala una calle perpendicular a la carretera: «Se mete por esta calle —me dice— en la primera esquina que encuentre cruza a la izquierda y sigue derecho. Al final hay un parque, pregunte ahí» Seguí las instrucciones y llegue al parque, pregunté a un niño, y él me señaló la esquina.
Penetro por un amplio portón de malla industrial, que da un pequeño patio., A los lados hay pequeños salones cerrados. Me asomo por la ventana al primer salón y observo bien dispuestos pequeños escritorios y encima de ellos varias computadoras, al frente un tablero electrónico. Oigo rumor en el salón de enfrente, cruzo el pequeño patio, veo la puerta entreabierta, por ella alcanzo a divisar a varios jóvenes y escucho la voz de Geño.
Iglesia de Pailitas |
Los niños leen sus textos, noto buena creatividad. Geño les aconseja, ellos toman notas y ríen de sus ocurrencias. Geño les habla de tú a tú, como si él fuera uno de ellos, genera confianza. Los jóvenes están cómodos y relajados. Termina el taller, los chicos se despiden alegremente haciendo bromas. Quedamos Miriam, Geño y yo, hablamos por diez minutos sobre el taller, la biblioteca y la colaboración de la alcaldía. Nos despedimos, Geño y yo salimos en busca de la carretera, le pregunto: «¿Qué estudiaste?» el contesta «Licenciatura en básica primaria y una especialización en Arte y Folclor» Nos despedimos en la carretera.
De regreso a Valledupar, pienso en la alegría de esos niños y jóvenes del Caracolí de Pailitas, alegría espontánea con la que capotean a la violencia que les tocó vivir, primero con la guerrilla y después con los paramilitares. ¿Cuántos muertos? ¡Cuántas masacres?, ¡Cuántos huérfanos? ¿Cuántas viudas? Admiro a esos niños que han encontrado de nuevo la alegría. Admiro a Geño que hace posible que ellos plasmen sus sueños de paz en sus escritos. Pienso que el Caracolí Pailitas es el espacio ideal para que esos jóvenes hagan la catarsis y expulsen de una vez y para siempre los fantasmas del pasado.
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